El refugio se encontraba en los suburbios, alejado de miradas indiscretas. Se habían hecho muchas reformas materiales y mágicas desde su construcción y aseguraba una total privacidad.
Tenía suficiente glamur como para que llamarlo refugio pudiera resultar ofensivo a pesar de la tradición. Solo la alfombra del salón costaba más que el salario anual de la mayoría de la población, y el resto de mobiliario estaba a la altura. Curiosamente, nada de eso despertaba la fascinación de Belladona, para Ella no era excepcional sino lo mínimo.
Belladona, una vampira de alta posición en la estirpe cuyo verdadero nombre a veces Ella misma olvida, se encontraba sonriente contemplando a su esclava, isadora. Solo durante sus sesiones era capaz de alcanzar la catarsis, y dado que podía enfadarse y ser especialmente violenta cuando eso no sucedía, era el mejor interés para todas procurar que todo fuera bien.
Temerosa, isadora se encontraba de rodillas mirando a los pies de su Ama. No tienen un momento programado para empezar, simplemente adopta esta postura cuando siente que ahora podría ser de Su gusto. Su vínculo de sangre mutuo hace que sienta fácilmente sus emociones, pero aun así hay margen de error, y con ello la posibilidad de un castigo temible.
Ya había fallado antes y, abusando de su capacidad para regenerarse, le había llevado casi hasta la muerte. Hay quien creería que eso no podría pasar debido al vínculo, ya que les obligaba a ambas a amarse con locura. Pero hay muchas formas de expresar el amor, y Belladona lo hacía a través del dolor y la disciplina. Cuando la corregía cortándole los dedos y obligándola a comérselos, o vaciándola casi por completo de sangre y dejarla con la boca cubierta en una piscina repleta de esta; lo hacía genuinamente por amor. Un amor del que jamás podría escapar.
Así que cuando vio a su Ama examinarla tuvo solo un par de segundos, en los que parecía que el tiempo se ralentizaba, para decidir si debía ponerse de rodillas o permanecer de pie. Optó por arrodillarse y fue recompensada con la complacencia de su Belladona. Le dijo “Buena chica”, y si su corazón latiera, se habría acelerado.
La primera orden fue simple: “cierra los ojos”. Era curiosa, normalmente prefería obligarla a mirar. Un infortunado espectador podría pensar que era una orden inocua, pero solo por ser desconocedor del efecto de sus palabras. Si Belladona ordenaba a isadora que cerrara los ojos, no podría abrirlos salvo que se encontrara tan cercana a la muerte que se convirtiera en una bestia incontrolable. No es simplemente que los mantenga cerrados por lealtad, no podía abrirlos, aunque quisiera. La fuerza de la sangre de su Ama en su cuerpo, el poder de su voz y su infinito deseo de hacerla feliz hacía que los parpados parecieran cosidos. Ya le había puesto a prueba con cosas mucho peores, como ordenarle poner su mano sobre una llama o casi desangrarse a sí misma. Por eso Belladona sabía que no abriría los ojos ni por accidente ni por tentación; por eso no necesitaba usar cuerdas ni vendas.
Con los ojos cerrados, isadora agudizó sus otros sentidos y percibió a su Ama caminar a su alrededor. Se colocó tras ella, se agachó, y sintió una uña clavarse en la base de su cuello. Llamarlo uña era un acuerdo, Belladona podía moldear su cuerpo y esa uña era más parecida a un bisturí. Descendió lentamente por la espalda, cortando limpiamente el vestido que se desprendió como una capa de piel de la que mudaba. El vestido ya no era blanco, sino que estaba teñido de rojo.
La segunda orden le dio más miedo: “ponte de pie y dame la mano”. Obedeció, temblorosa, y cuando le dio la mano a su Ama, Ella la guio. Darle la mano era reconfortante, eso era lo que le intimidaba. Podría haberle ordenado seguirla sin más, con el oído y la memoria era capaz de hacerlo si no se esforzaba activamente en no hacer ruido. Pero si le daba la mano y le acariciaba con dulzura el dorso, era para darle ánimos para aguantar lo que le esperaba.
Bajaron las primeras escaleras, que daban a la primera planta. Luego las segundas, que daban al sótano. Desde allí fueron a la trampilla que daba al segundo sótano oculto, de donde nadie salía con vida. Curiosamente, isadora no estaba segura de que había allí; nunca le habían permitido estar con los ojos abiertos y solía pasar demasiado tiempo relativamente incapacitada como para explorar la sala con sus otros sentidos.
Tras llegar a la cámara de juegos, recibió su tercera orden: “postura de inspección”. Se colocó con la espalda recta, los pies paralelos a los hombros, la cabeza erguida y las manos tras la misma. Lamentó el nombre de la postura. Comúnmente se la llamaba de inspección, pero creía que ya había sido inspeccionada de sobras en el salón y dudaba acertadamente que fuera a repetirla aquí abajo.
Notó las garras de Belladona cruzar horizontalmente sobre su vientre. No le causa un dolor inmediato, tal vez porque ya estaba acostumbrada o por su resistencia sobrenatural. Pero ya le había dolido llegar allí con la herida de la espalda, sabía que el dolor de esas heridas no provenía de ser infringidas sino de intentar moverse luego. Se formaron cuatro finos hilos de sangre y Belladona pronto le hizo otras cuatro heridas perpendiculares recorriendo de nuevo su vientre verticalmente.
Mientras isadora pensaba que solo debe mantenerse quieta para aguantar, sintió las dos manos de su Ama sobre sus nalgas, donde las garras atravesaron la carne como agujas en lugar de cortarla como filos. Dejó escapar un leve gruñido e instintivamente desplegó sus colmillos, pero no rompió la postura. No le preocupaba haberse quejado, sabía que a Belladona no solo no le importaba, sino que le gustaba ver como reaccionaba. Mientras no se moviera podría incluso gritar.
El proceso se repitió una y otra vez. Le atravesó los pechos hasta que las finas uñas casi se encuentran entre ellas en su interior, le cortó a la altura de los tendones. Le atravesó los muslos y le cortó sobre cada una de sus costillas. Si isadora respirara, le dolería hasta el aliento. Podría intentar curar sus heridas, pero se sentía cada vez más cansada y tardó en hacerse consciente de que estaba perdiendo mucha sangre.
Un solo corte no era nada para una vampira, incluso un agujero de bala sería un chiste. Pero casi ninguna parte de su cuerpo había quedado libre y llevaba mucho rato esforzándose por mantenerse de pie. Podía oler su propia sangre en el suelo y aunque tratara de evitarlo, no dejaba de perderla.
Llevaban más de una hora cuando isadora se encuentra en el límite. Cuanta más sangre perdía, menos control tenía. Necesitaba reponerse, necesitaba alimentarse. Estaba más pálida de lo normal y los músculos de las piernas le querían fallar, solo su fuerza de voluntad la mantenía en pie. Desde fuera ya no podía aparentar estar viva, claramente era un monstruo sometido. Y cuando parecía que Belladona había acabado, empezó a lamer sus heridas; no para curarla o reconfortarla sino para vaciarla un poco más.
Tenía una necesidad biológica de desobedecer e intentar escapar, o tal vez matar a su Ama. Pero aún le quedaba un resquicio de voluntad que le permitió seguir en pie. Tras unos lametazos, pasó algunos minutos sin que sucediera nada, y supo que su Ama se encontraba en la catarsis que buscaba. Había logrado llevarla al orgasmo con su sufrimiento, por ello valía la pena y encontró motivación.
Llegó la cuarta orden: “rompe la postura, camina hacia el frente hasta encontrar una pared”. No era la primera vez que recibía una orden similar, intuyó que en esa pared estaba su celda. Era una jaula de un tamaño generoso donde a veces pasaba desde horas hasta días, según los caprichos de su Ama. Quería llorar, pero no podía desperdiciar energía así. Estaba al borde de la muerte, ¿Cuánto tiempo pasaría en la celda?
Aun así, obedeció y caminó tambaleante hasta topar con la pared. Oyó la jaula cerrarse y recibió su quinta y última orden: “come y descansa, mañana te sacaré de aquí”. Con esa instrucción, isadora agudizó de nuevo los sentidos. Oía un latido. En su celda. Una humana que intentaba pasar desapercibida. Su Ama la alimentaba, después de todo. Su Ama la quería.
Mientras Belladona marchaba a sus aposentos, isadora devoraba a la chica que gritó al verse descubierta. Le hubiera gustado verla, pero no le dijeron que podía abrir los ojos. Tenía curiosidad por saber quién era esa chica. ¿Le habría gustado lo que había visto? ¿Hubiera querido unirse o ser convertida? En cualquier caso, ninguno de esos pensamientos era más importante que su hambre.