Yo y mis hermanos pequeños, Nethak y Malaggar, hemos sido convocados a palacio por nuestra Señora. Nos hemos encontrado por el camino, puesto en común las órdenes y proseguido sin más conversación ni dilación. Puedo sentir que están nerviosos, yo también.
Como hombres, nuestras vidas son un capricho en sus manos. Puede que desee ejecutarnos para algún ritual, que hayamos sobrevivido tres varones hasta nuestra edad es una muestra de que nuestra sangre y alma es fuerte. O tal vez nos envíe a una misión. ¿Quizás a espiar a otra casa? ¿Una incursión al exterior para capturar esclavos? Aunque la Matriarca raramente habla directamente con soldados para esas cosas.
Llegamos al vestíbulo, lo máximo que podemos adentrarnos en el palacio sin más permiso explícito. Los tres esperamos en silencio. No tiene sentido que le dé vueltas a qué desea nuestra Señora, sea lo que sea se hará. En su lugar medito para mantenerme en buena condición mental.
Una sacerdotisa aparece tras nosotros. Creo que nos está inspeccionando, como asegurándose de que realmente somos quienes se ha llamado acudir. Cuesta discernirlo, no tenemos permiso para mirarla así que solo intuyo. Rompe el silencio.
‒Seguidme.
Una orden sencilla. Realmente la vida de los hombres es fácil. Solo tenemos que obedecer. Ellas hacen lo difícil, lidian cada día con política, religión y tomar decisiones difíciles y vitales. La sigo y mis hermanos hacen lo mismo. Mantenemos los diez pies de distancia que dicta el protocolo mientras miramos al suelo, sin permiso para contemplar las maravillas del palacio. Solo necesitamos ver sus pies para saber dónde se dirige.
Acabamos en lo que parece ser un pequeño salón con un amplio espacio en el centro. La Señora ya se encuentra ahí sentada en un lujoso sillón que ejerce como trono. A veinte pies de distancia hincamos la rodilla y nos postramos.
La sacerdotisa se marcha. La Matriarca habla.
‒Voy a honraros dándoos más explicaciones de las que necesitáis. Cuento con que os motivará para ser hoy especialmente dedicados. Debo traer una nueva hija a la casa, la Diosa dice que debe ser engendrada por un guerrero de sangre fuerte. Se me ha informado de que sois la sangre más robusta que hay entre nuestras filas, así que uno de vosotros me embarazará.
Ninguna meditación podría haberme preparado para esto. ¿Voy a poder tocar a mi Señora? ¿Voy a poder ser padre de una líder? Debo intentar tranquilizarme, creo que he palidecido de la sorpresa y emoción. Y sobre todo debo intentar no imaginar nada, no sé si tengo permiso para tener una erección y no sería el primero en ser castrado por ello.
‒Por supuesto, sólo uno tendrá ese derecho. Mis sacerdotisas y yo hemos decidido que, para seguir fielmente la petición de la Diosa, lo más acertado será que ese derecho lo ejerza el más resistente física y mentalmente de vosotros.
Había muchas formas de decidir eso. Una muy común eran los duelos en el coliseo. Quería a mis hermanos, pero a nadie por encima de mi Señora. No me importaría darles una paliza. Pero… ¿Estaría dispuestos a matarlos si era lo que Ella quería? Observo fugazmente mis armas y las suyas, valoro cómo de rápido podría atacarlos o podrían atacarme…
‒Así que aprovechare para deleitarme poniéndoos a prueba yo misma. Desnudaos y poneos de rodillas.
Tampoco esperaba eso. Generalmente no sentíamos ningún pudor, pero nunca me había desnudado delante de la Matriarca. Las únicas mujeres que me han visto desnudas últimamente son algunas administradoras haciendo inspección, y ninguna solicitó mis servicios. Tampoco a mis hermanos. ¿Tal vez estábamos reservados?
A la vez que ellos, empiezo quitándome la armadura. Noto como no soy el único que está yendo algo más despacio de lo normal en desprenderse de toda la coraza y ropa… ¿Es posible que tengan el mismo problema que yo y estén esperando a que se les baje?
‒Miradme mientras os desvestís
Eso iba a hacerlo todo mucho más complicado. La Matriarca es una mujer alta hasta para los estándares de nuestra raza y cualquiera que la tuviera cerca debería subir la mirada para sostenérsela. Viste ropa ceremonial en forma de una especie de lencería negra con patrones similares a los de la telaraña, que es muy reveladora. De hecho, sus piernas y brazos están completamente descubierto salvo por unas sandalias con tacón. Gran parte de su pecho está también al descubierto, así como todo su abdomen.
Es inevitable, cuando estoy totalmente desnudo también estoy erecto. Veo como me mira satisfecha, al menos así sé que no va a castigarme por ello. Nuestra Señora tiene fama de sádica pero honesta. Si quiere hacer daño a alguien jamás se inventa una excusa, lo hace porque era su derecho y punto.
Estoy de rodillas con las manos sobre ellas. Me aseguro de que todo mi cuerpo se mantenga en lo que aprendemos como la postura número seis, salvo por que miramos a nuestra interlocutora.
La sacerdotisa regresa con un látigo. Lo miro con la visión periférica. No tiene ninguna decoración. No es un látigo de exposición para ostentar o intimidar. Es una herramienta diseñada para ser eficaz, no bonita.
La Matriarca lo toma y pasea hasta detrás de nosotros.
‒La prueba va a ser tan simple que hasta un niño podría entenderla. Os voy a golpear con el látigo. Primero a Kaelar, luego a Nethak y finalmente a Malaggar. Un golpe a cada uno antes de repetir. Os daré siempre en la espalda. Sólo debéis resistir y cada vez que recibáis un golpe, decir en voz alta cuantos habéis recibido. Cuando solo uno sea capaz de seguir, será mi consorte. Espero que no me aburráis.
Al final sí que competimos. Lo más piadoso sería que dos de nosotros nos rindiéramos pronto para que el tercero se llevara el premio. Eso es lo que haría una sociedad débil y complaciente. Pero somos fuertes y rendirse sería insultar a nuestra Señora. No voy a hacerlo y sé que mis hermanos tampoco. Y soy el primero.
Nuestra Señora no pierde tiempo. El látigo corta el aire antes de golpearme. Durante dos segundos no siento nada. Luego un inmenso dolor, como dagas clavándose a lo largo de mi columna. No grito, me esfuerzo en mantener la boca cerrada, pero si gruño con fuerza buscando desahogo. En cuanto puedo hablo, procurando proyectar mi voz con fuerza.
‒ ¡Uno!
Al menos tengo unos segundos mientras mis hermanos son golpeados para recuperarme. Noto mi carne ardiendo pero no es la primera vez que paso por algo así. En entrenamientos he recibido tandas de decenas de latigazos como castigo antes de convertirme en la élite.
Aunque esta vez es diferente. La carne afectada no solo parece que arde, literalmente está ardiendo. Noto como la temperatura es inusualmente alta. ¡Me estoy quemando! Debí haber supuesto que ese látigo estaría imbuido de magia.
Mientras espero que sea mi turno de nuevo mi espalda parece recibir lametones de una salamandra de fuego. Oigo como a Malaggar se le escapa un grito, no durará mucho.
Vuelve a ser mi turno. Vuelvo a recibir.
‒ ¡Dos!
Ya no noto calor, ahora frío, mucho frío. Parece que estoy desnudo en una bañera llena de hielos. La carne se insensibiliza y abro un poco la boca para evitar que me castañeen los dientes.
…
Tras trece latigazos, Malaggar no fue capaz de gritar el número. La sacerdotisa le ordenó levantarse y se lo llevó. Para entonces ya había experimentado calor, frío, unos calambres como si me frotara contra anguilas eléctricas, una parálisis como la picadura de nuestras arañas venenosas, mi piel volviéndose dura y quebradiza como el suelo de un páramo, y mucho más.
Tras treinta y tres latigazos, Nethak quedó inconsciente. Fue curioso, no cayó al suelo. Permaneció quieto con los ojos abiertos, pero sin reaccionar. La sacerdotisa lanzó algún conjuro para poder llevárselo.
Ahora estamos solo Ella y yo. Mi Señora me acaricia la cara
‒Bien hecho. Acompáñame.
Sus palabras me saben a gloria. Me levanto con dificultades y la sigo. No creo que tenga intención de curar mis heridas, pero me veo capaz de tenerme en pie.
La sigo a sus aposentos, una cámara amplia con una cama donde podrían caber seis personas. Me ordena tumbarme boca arriba y tan pronto como cumplo unas cadenas aparecen de los extremos y se aferran a mis brazos y piernas.
Inmovilizado en la cama puedo ver como se desnuda. Probablemente muchas sacerdotisas la hayan visto así y la hayan vestido y lavado; pero seguramente menos de diez hombres podamos decir lo mismo. No parece que vaya a dejarme tocarla con mis manos, pero esto ya es tanto como podría desear razonablemente.
A pesar de las heridas pronto vuelvo a tener una erección completa. Ella se pone sobre mí y me monta, sin más preliminares. El objetivo es que la insemine y adicionalmente se me concede el derecho a disfrutar.
Y así pasamos medio día, en el que cada vez que me corro me deja descansar sin llegar a desatarme. Tras unas horas se suman algunas sacerdotisas con quienes sigue follando mientras yo espero desesperado que vuelva a ser mi turno. Ese se convierte en el día más feliz de mi vida.